Revista Mansiegona
LA CARTA A FRANCO
Esa que emborroné y me costó dos palizas del maestro
Joaquín Esteban Cava
Estamos en una de las dos aulas del nuevo edificio hecho para las escuelas de Masegosa; es la de la derecha, en el otoño de, creo, 1969. Yo tengo 9 años y el maestro es don Abel[1]. Somos un aula unitaria de unos treinta chicos de entre seis y catorce años; y en el lado izquierdo del pasillo doña Amparo enseña, en un aula simétrica, a otras tantas chicas. Cuando salimos al recreo los sesenta críos, el bullicio de la plaza alborota más que un coro de pájaros amaneciendo entre las hojas del olmo de la puerta de la iglesia.
Comenzó el curso escolar tras un verano de intensa propaganda, mediante la que el régimen del general Franco celebraba lo que llamaron los “25 años de paz”. Recuerdo ver carteles conmemorativos en el salón del ayuntamiento, que visitábamos con frecuencia los chiquillos porque era también el teleclub municipal: en nuestras familias, para entonces, bueno era contar con un aparato de radio: las televisiones llegaron algo más tarde. Por el contrario, no recuerdo ver esos cartelones propagandísticos dentro del aula de la escuela[2].
En aquella escuela de aquel año continuábamos haciendo lentamente la transición de la pluma y el tintero al bolígrafo. Don Abel tenía la costumbre de poner un pupitre aislado, frente a la pared del Este y de espaldas al resto de las mesas de los demás alumnos, en donde, con un turno que no recuerdo como seguía, un escolar rellenaba el cuaderno diario, escrito con pluma mojada en tintero. Y heme aquí, ese día aciago de noviembre de 1964, siendo yo quien escribía en el diario.
Don Abel inició esa mañana anunciándonos que traía “mecanografiada[3]” una carta dirigida nada menos que al Generalísimo para felicitarle por su próximo cumpleaños, que sería el día 4 de diciembre; carta que enviaría en nombre de todos nosotros, por lo que todos la debíamos firmar. La carta no iba sin interés: nos dijo que si recibía respuesta de la casa del Caudillo, luego enviaría otra pidiendo una televisión para la escuela.
Mis compañeros fueron poniendo su firma uno por uno bajo el folio de la carta mecanografiada; el maestro se sentía contento según recogía las firmas, y así llegó finalmente a la mesa en donde se escribía el cuaderno diario, que obligatoriamente se hacía con pluma y tinta de tintero y que para gloria mía era yo quien la gobernaba.
Don Abel depositó el folio sobre mi escritorio; “firma aquí abajo”, me dijo con voz melosa; puse mi mano izquierda en la parte superior del papel para sujetarlo y con la derecha tomé la pluma y escribí mi nombre. Pensando que la labor docente de ese día había acabado exitosamente, don Abel me arrancó el folio de las garras de mi mano zurda y se encontró con una sorpresa, que también lo fue para mí: cuatro huellas de cuatro dedazos manchados en tinta habían emborronado el papel. ¡Y justo con la última firma! ¡Tantas noches en vela meditando qué hacer! ¡Tantos borradores rotos y vueltos a escribir! ¡Por Dios, qué desastre!
A don Abel le cambiaron los humores en cuanto vio destrozada una carta que era, no me cabe duda, muy importante para él. En un segundo, y sin espacio de transición, me llovieron tortas y empujones hasta sacarme de la silla y derribarme al suelo; y, ya tumbado, patadas por todo el cuerpo. Luego más tarde, en el recreo, volví a recibir otro palizón en la puerta del Ayuntamiento, que entonces estaba situado justo detrás de las escuelas: ¡Quién nos mandaría a mis amigos y a mí ir a consolarme sentados en los poyetes que había a cada lado de la casa consistorial!
Debo completar este relato diciendo que en esos años era el Secretario del Ayuntamiento, Castor Cañas, el falangista más ferviente e influyente del pueblo. Presumo que la carta de peloteo a Franco fue sugerencia de Castor y mecanografiada en la Secretaría del Ayuntamiento. Alguna dependencia debía tener el maestro respecto al que debía ser, además de Secretario, el Jefe Local de Falange (o del Movimiento, o algo así, políticamente influyente), porque aquella misma mañana, en el recreo, don Abel debió subir al despacho del Secretario a darle parte de lo sucedido y, cuando luego ambos bajaban las escaleras de la casa consistorial – el Secretario acompasando su pierna buena con la pata de palo de inválido de guerra- y salieron a la calle, a don Abel le volvió el arrebato de rabia cundo me vio sentado ahí enfrente, reclamó mi dócil presencia para ejemplizar ante el jefe falangista su fastidio y me replicó la paliza, con mis amigos comiéndose las uñas de rabia impotente.
Me chupé los palos y volví a casa a comer:”qué tal en la escuela?”, me preguntarían mis padres: “pues bien, como siempre”, diría yo. O a lo mejor, puede que ni eso habláramos. Por contra, las palizas que yo recibí por estropear la carta a Franco se debieron comentar como noticia de medio día en las casas de mis compañeros de aula. Lo cierto es que a la hora de cenar mis padres ya se habían enterado: ah, y de esa cena, recuerdo muchas palabras serias de mi padre, como esas que eran entonces habituales: “si te ha pegao el maestro bien merecio lo tendrás”, emborronadas, ellas también, creo, con sonrisas disimuladas.
Acaba el relato al día siguiente, en clase: de nuevo el maestro traía reescrita la felicitación; nos dio a todos un bolígrafo para firmarla –prohibidas las plumas- y, como el boli seria de los buenos porque no perdió tinta, quedó suscrita la felicitación al Caudillo por la unanimidad de alumnos de la escuela de chicos de primaria de aquel año.
Solo que luego no llegó la tele y el maestro, cuando pudo, pidió traslado a Huete.
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[1] Abel Martínez Esquivias ejerció de maestro de chicos durante unos 13 años, entre 1954 y 1967. Aquellos años fueron muy duros para todos, pero especialmente para los enseñantes, que tenían que ser fervientes defensores del régimen político o, disimulando, parecerlo.
El relato que aquí escribo es cierto. Lo que no tengo claro es si esa carta de peloteo al Caudillo fue iniciativa del maestro o un acto inducido por otro/s al que no se atrevió a negar.
Siempre me he preguntado si mi maestro, don Abel, tuvo pensamiento político y si, teniéndolo, pudo defenderlo libremente en el aula.
Algo más he averiguado de su vida, que prometo escribir más adelante
[2] No recuerdo si el maestro ponía pasión por las cosas de la política, que creo que no. Ahora bien, el programa oficial debía decir que se recordaran las llamadas “Efemérides Nacionales”: José Antonio Primo de Rivera, Calvo Sotelo, Onésimo Redondo y no recuerdo cuantos más; pues bien, en la escuela cada efeméride se ponderaba al personaje mártir, pero sigo sin saber qué emoción le ponía don Abel.
[3] Seguramente para entonces no habría en Masegosa más máquinas de escribir que las de la secretaría del Ayuntamiento. En la escuela no recuerdo que la hubiera.