Joaquín Racionero: de fraile a cocinero
Joaquín Racionero: de fraile a cocinero
Joaquín Esteban Cava
En los últimos tiempos hay mucha oferta y demanda de productos que tengan que ver con los guisos en cocina y, como consecuente, del placer de la buena mesa. Basta con citar aquí los abundantes programas de televisión en donde nos presentan como artistas a los ahora pedantemente llamados “chef”, o sea, a los cocineros –también conocidos como cocinillas o sartenillas– de toda la vida.
Uno de esos artesanos de los fogones ha sido nuestro paisano y amigo Joaquín Racionero Page (Ribagorda, Cuenca, 1944), del que subimos a este blog dos libros suyos con recetas de nuestra tierra, en los que predomina la tradición culinaria de su Campichuelo natal, primero, de la Serranía conquense, luego, y de la Mancha manchega, más luego.
En 1997 se publicó su primer recetario, con el título Guisos y Viandas de Nuestra Tierra, edición preciosa y amena, ilustrada con dibujos del gran alfarero Pedro Mercedes. Cualquier conquense más o menos contemporáneo al autor, y singularmente si es serrano, podrá recrearse aquí, con un poco de imaginación cuando lea las recetas, con los olores y los sabores de los guisos de cuando antaño, en la infancia, la memoria grababa en el inconsciente las buenas impresiones vividas: ¿Quién no recuerda alguna de esas sensaciones olfativas o sensitivas en un día de matanza; o, simplemente, un guiso en casa de la abuela porque los padres te habían aparcado allí en época de siega?
Tres años después, en 2000, Joaquín Racionero editó otro libro que era de continuación, al que tituló Guisos, Viandas y Otras Pócimas. Fue tanta su curiosidad por ampliar el conocimiento de las raíces culinarias manchegas como clientes y amigos tenía para entonces. Digamos ahora, solo, que en la casa de comidas que regentaba en el Madrid castizo, en la Travesía de las Vistillas, 13 (metro La Latina/Bailén), precisamente rotulado con el evocador nombre de El Tormo, se renovaba la carta cada día con introducción de nuevos platos manchegos y reivindicación del Quijote y la mesa cervantina. Total, que su curiosidad innata más las sugerencias de sus amigos castellano-manchegos, dieron cuerpo a este nuevo libro, en donde, además de más guisos y viandas, se nos enseña cómo hacer pócimas, palabra que nos traslada a los brebajes manchegos que Cervantes cita en su Quijote, pero que, de la mano de Joaquín, acaban en manjar exquisito.
En fin, que con permiso del autor ofrecemos a los socios y amigos de Mansiegona lo que, para mí, es la mejor recopilación de guisos y pócimas con los que los conquenses serranos –del Campichuelo o no–, los conquenses alcarreños y los manchegos de la gran Mancha, podemos sentir que somos quienes somos gracias al mosto de vida que rezumaron los pechos de las abuelas de las madres de nuestras madres; leche materna hecha gracias a los guisos que Joaquín Racionero ha recuperado.
Como hemos dicho más arriba, Joaquín Racionero nació en el pueblo de Ribagorda, en pleno Campichuelo conquense, en 1944. Con solo trece años decidió salir del pueblo para buscarse la vida; aterrizó primero en una tienda de ultramarinos de la que se despidió a los tres meses; luego, como él dice, “sin más anclas seguí girando hasta el día en que decidí ir a estudiar con los frailes capuchinos”. Hablamos de finales de la década de los años cincuenta, cuando en nuestra tierra había más población que recursos suficientes para saciar la voracidad de muchos estómagos.
Irse con los curas –con los curas, con los frailes o con las monjas, que tanto monta– fue una forma habitual que se ofrecía a los niños inquietos de nuestra tierra para desertar del arado, del garrote y de la miseria. Una década más tarde yo mismo tomé una decisión parecida: a la escuela de mi pueblo, Masegosa, llegaron, allá por junio, unos frailes Reparadores con un proyector de cine, y durante algunos días nos proyectaron varias de esas superproducciones que se hacían en la época con la temática de romanos contra judíos, tipo Ben-Hur. Simultáneamente nos daban charlas religiosas y nos ofrecían la posibilidad de continuar estudios de bachillerato en su colegio de Novelda, Alicante, y además, si no me equivoco, gratis; yo, que tenía 11 años, les dije que sí –imagino que con el consentimiento de mis padres– y al comienzo del otoño siguiente me escribieron diciendo que estaba admitido. No llegué a ir al colegio de los Padres Reparadores por dos razones: la primera porque de Masegosa a Novelda había mucha distancia y malas comunicaciones, y luego, además y sobre todo, porque coincidió que el maestro, Abel Martínez, nos había presentado a exámenes para aspirar a becas del gobierno, y también al comienzo del otoño me escribieron de la Delegación Provincial de Educación de Cuenca diciendo que no tenía beca aún, pero que estaba en lista de espera; pues bien, decidí esperar y allá por noviembre (me acuerdo, era el día 13), me escribieron que tenía beca y que corriera a matricularme en el Instituto Alfonso VIII. A veces reflexiono y pienso cómo el destino maneja nuestras vidas: ¿si no hubiera llegado aquella beca, yo ahora sería cura?
En fin, era de Joaquín Racionero de quien tocaba hablar, pero es que es poco o nada lo original que me resta por decir. Como tantos otros conquenses que emigraron de su pueblo buscando mejores condiciones de vida, Joaquín dejó los estudios –¿o te echaron del seminario por rebelde, Joaquinito? – y comenzó a buscarse la vida, algo que no le debió ir tan mal pues ha concluido en el punto de haberse jubilado como alma de uno de los restaurantes de más prestigio de Madrid, El Tormo, y en el que ejerció de promotor de la dieta tradicional que llamó manchega, pero que tenía una inspiración basada en los aromas y sabores de su infancia campichuelense. De esta época de mesonero conquense en el Madrid castizo cuentan las crónicas que sobre mi tocayo Joaquín se pueden rastrear en internet que se permitía elegir clientes, porque le importaba más la calidad (amigos, paisanos, cultos, etc.) que la cantidad.
Hay en dato curioso –o tal vez cotilla, que no me resisto a escribir– y que Joaquín Racionero me contó hace poco cuando compartíamos aperitivo entre dos copas de vino blanco manchego: me confesó que a él no le gusta el pescado fresco, razón por la que los peces no eran habituales en sus cartas de la casa de comidas El Tormo, salvando, eso sí, los pescados en salazón, tales como el bacalao, que sí se consumían en la tierra de sus raíces.
Ah, y por cierto, habrán observado ustedes que en las líneas que anteceden nunca he usado las palabras modernas de restaurant, restaurante, restaurador, chef, o similares. Como el roble añejo, Joaquín se agarra con terquedad a las raíces verbales de su paisanaje: opina que el lenguaje que ha de usarse junto a los guisos recios de antaño, los que a él le gustan y ofrece a degustar, debe ser también el de siempre: mesón, casa de comida, venta, y así seguido las muchas otras palabras tradicionales que vengan a cuento.
Dicen eso de que junto a un hombre importante siempre hay una gran mujer; pues bueno, digamos que antes de cerrar esta crónica conviene citar a su pareja, Teresa, madrileña enconquensada, que era quien gobernaba en los fogones de El Tormo, mientras mi tocayo recibía los parabienes cuando servía las mesas. Aunque hay otra manera de referirse a Teresa, que me gusta más: convirtamos ese aforismo tan nuestro de que “el Tajo lleva la fama y el río Oceseca pone el agua” por este otro que diría “Joaquín sirve la mesa y Teresa hace las gachas”.
Salud.