Honorio Cortés. Un periodista de excursión por la Serranía Conquense.
Nacido a principios del siglo XX en Valladolid, Honorio Cortés lograría la licenciatura de Letras en el año 1932. Con este título y un año después ocupaba en Cuenca una plaza de profesor interino en la asignatura de Latín el día 04-11-1933. Desde ese instante ejercería como tal en esta ciudad hasta la finalización de la guerra civil en que fue detenido por haber apoyado a la Republica bajo la acusación cierta de haber colaborado en la redacción del semanario “Tierra”, así como también en la de “Cuenca Roja”, periódico editado por el partido comunista, partido en el que ocuparía el puesto de Secretario de Agitación y Propaganda del comité provincial del Partido Comunista.
Terminado este conflicto, Honorio Cortés fue detenido y conducido a prisión en la cárcel de Cuenca, pasando luego a la cárcel de Uclés y en 1942 a la de Ocaña; llegándole cuatro años después la sentencia definitiva que le condenaba a 30 años de prisión, aunque finalmente esta pena no llego a cumplirse al ser liberado un par de años después para pasar al exilio en América latina.
De los escritos que publico en Cuenca, queremos traer esta excursión que realizaría al pueblo de Beteta un año antes del estallido de la Guerra Civil y que publicó en el Heraldo de Cuenca.
Jorge Garrosa
Impresiones de una excursión a la Sierra. (Cuenca. 27 de mayo de 1935)
Civilización y ruralización.
(Por Honorio Cortés)
El coche se desliza tortuosamente por la carretera que nos conduce a la Hoz de Beteta. El paisaje se muestra rico y variado. No falta detalle en el conjunto armónico de la naturaleza, el árbol, la montaña rocosa o poblada, el rio, unas veces más torrencial y otras veces con remansos de aguas verdes, la carretera blanca humedecida por la persistente lluvia. De vez en cuando unas casitas bajas, destartaladas y misérrimas presentan a nuestra vista cuadros de primitivismo. La iglesia, cual galana que cobija a sus hijuelos se yergue en el centro como dueña del lugar. Un campanario que mira al cielo y unos muros arraigados a la tierra. Sus moradores son rurales, de cuerpo de acero castigados por el trabajo y el hambre que les hace ser esclavos de un dolor ancestral. En su cuerpo flaco y malnutrido, patinado por los hielos invernizos vive la gallardía, el gesto noble y en su espíritu inculto se ha fraguado, durante siglos, el credo de un vivir resignado.
Estamos en medio de una ruralización. En la sierra nos hemos tropezado con dos zagalejos a quien hemos interpelado por la edad, la escuela y el salario. Tienen 14 y 15 años. Solo les queda un recuerdo lejano de sus primeras letras. Sus padres impelidos por la necesidad les arrancaron prematuramente de las manos del maestro para ir a apacentar los cabros del “amo”. El jornal es el escaso sustento. A la hora de comer sacan de su mochila un pedazo de pan y una tajada de bacalao. Los pobres no ven la carne en todo el año. Esto es todo; no piensan en otro bienestar que les pueda aportar la civilización.
Sus conocimientos se circunscriben al campo, a los límites del lugar.
<Aquí dicen, comienza el mojón de Cañizares; allí termina el de Carrascosa de la Sierra; aquella es la “tiná” del tío Pablo; ésta es la del tío Lucas; la planta aquella es buena para los cabros; esta es venenosa.> Los muchachos no tienen otra conversación. Les hablamos de la ciudad, de civismo, de la civilización, y lo ven con terror por que han oído que en la ciudad, en Madrid han robado un niño y allí la gente no viste como ellos.
Al despedirse los desharrapados zagalejos triscan con sus cabros hoz arriba, hoz abajo hasta el anochecer.
¡Qué contraste tan hondo, que lejanía tan inmensa entre el campo y la ciudad! El ciudadano está reñido con el rusticano; la civilidad de aquel con la rusticidad “destotro”. Es la urbe contrapuesta al agro, la civilización que mata la ruralización. Rural es sinónimo de trabajo, que es riqueza; civilización lo es de sibaritismo. Nos civilizamos para vivir mejor, con menos esfuerzo; nos hacemos cívicos para diferenciarnos de los rústicos. La ciudad, logrera enemiga; se lleva a los hijos mozos cuando son a sus padres promesas de pan; la ciudad esclaviza al campesino con impuestos y tributos; la ciudad roba y desprecia los productos del agricultor; hasta el pacifismo público se ve alterado por el dinamismo de la ciudad. Y es que parece ser que el civícola habita un mundo distinto que el agrícola. El que vive en la Polis (el político) no se ha preocupado jamás de mitigar la vida del rural. Ha sido su prurito alejarse, distanciarse de él, privarle de toda civilización: escuelas, prensa, medios de divulgación científica que produce la ciudad. Y únicamente cuando se ha acercado a él ha sido para metamorfosearse en sanguijuela y hacerse parasito de su bienestar. Consecuencia de esto es la impoliticidad de aquel y el odio a la política. Por eso vemos como al crecimiento de las ciudades responde la emigración de aldeas, al florecimiento de las industrias el estancamiento y hasta la depauperación de los medios de trabajo; al espíritu nuevo de la urbe la vetustez y el atraso de las conciencias del agro aún bajo los efectos del opio de la religión.
Y ante este estado de cosas, no nos debe extrañar el éxodo de las gentes agrícolas que marchan anhelosas en busca de una vida muelle y sensual que les proporciona la ciudad, la civilización. Ya no surgirán poetas que canten la quietud de la vida campestre, que entonen loas a la vida descansada <del que huye del mundanal ruido>. Ni Horacio, ni Fray Luis de Leon, ni Garcilaso, ni Jovellanos podrían contener la horda que se vuelca en las grandes urbes a aumentar el paro y llevar el hambre del campo a la ciudad.
La política actual, si quiere conseguir un Estado nuevo y un espíritu nuevo debe cambiar los procedimientos de un liberalismo fenecido, por un sistema económico y social que responda a la emancipación de los rurales. Toda la maquinaria liberaloide no ha conducido más que a un anquilosamiento de la masa trabajadora. Llevar la ciudad al campo en vez del campo a la ciudad, socializar al campesino redimiéndole de la pobreza y habremos conseguido que la civilización cobije bajo sus alas a esas casitas de barro y cal dominadas hasta ahora por el campanario y los muros de la iglesia.
Jorge Garrosa